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Transcripción

Adharma

Lee este relato para dejar ir en la compañía de un monje tatuado 🐉, una lata de Coca-Cola y un cigarrillo 🚬.

Se me durmieron las piernas. Es mi primera vez en este lugar. La única luz visible proviene de las velas que rodean las estatuas de bronce y los arreglos florales. Todas las paredes cuentan una historia por medio de secuencias con imágenes coloridas; hay una en particular que atrapa toda mi atención: la del Buda iluminado en posición de loto en medio de la selva. Comienzo a impacientarme al pensar que tardaré una eternidad en llegar a ese estado.

Al frente hay tres monjes ancianos con gafas y túnicas color naranja que corean textos extensos en tailandés; sus palabras se extienden en una sola oración interminable. Estoy sentado entre varias familias asiáticas, la mayoría de Tailandia: niños, padres y hasta abuelos. Empiezo a creer que mis piernas no van a resistir y tendré que estirarlas, perturbando así la meditación de los demás; pero prefiero aguantar unos minutos, hasta que el monje mayor da por terminada la ceremonia. Al parecer soy el único que no conoce a nadie, que llegó por su cuenta, pues todos empiezan a despedirse entre sí y sonríen frunciendo sus ojos ya rasgados. Me retiro del recinto, despacio, como para no sobresalir más de la cuenta.

En la salida hay dos estatuas ornamentadas de casi tres metros con colmillos y rostros feroces; han de ser dioses o quizás demonios. Parecen guardianes del templo. Camino por el sendero en medio de ellas para ir a mi carro que está estacionado en el parqueadero. Me subo y por el retrovisor veo a un monje con su cabeza rapada y túnica naranja. Va tomando una lata de Coca-Cola. Tiene un tatuaje de dragón que se extiende por su brazo derecho, reluciente y policromático. Al dar revesa veo cómo el monje se detiene, se da vuelta y se queda observándome a través de la ventana que tengo abierta. Me siendo convidado a saludarlo; así lo hago. Él responde con un inglés que comprendo a medias. Suelta una carcajada repentina y sigue andando y tomando sorbos de su lata. Creía que tenían prohibido consumir ese tipo de bebidas azucaradas, me digo a mí mismo.

En la noche no duermo, trato de rezarle a Dios, algún dios, pero me es imposible. Y saber que cuando niño, los domingos en la iglesia, me era tan fácil hacerlo. Pienso en mi visita al templo, mi fracaso con la meditación y empiezo a suponer que el problema radica en mi falta de costumbre, entonces me dispongo a regresar otro día.


No regreso al día siguiente, pero sí lo hago luego de convencerme de que mi razón de ser cuelga de un hilo y no le veo sentido a la vida. Al entrar, me encuentro con varios monjes trabajando en el jardín. Todos se parecen entre sí, pero reconozco al del tatuaje, su mirada me indica que también se acuerda de mí. Otra vez toma Coca-Cola.

Lo saludo y él hace un ademán con su mano para invitarme a que me siente en una banca. Nos acomodamos y guardamos silencio por un largo rato mientras observamos el jardín y dejamos que el sol golpee en nuestros rostros. Pero entonces empiezo a hablar y, una a una, le hago preguntas sobre su vida mientras él bebe de la lata:

“¿Cuánto tiempo llevas viviendo en este lugar?”, “¿por qué saliste de tu país?”, “¿y tu familia?”

El monje habla con su acento difícil, logro captar que lo abandonaron cuando niño, en Tailandia, y un día cualquiera llegó a pedir comida a un templo donde fue recibido como aprendiz. Dice que no solía tener fe, mucho menos disciplina, pero fue su hambre lo que lo acerco a la meditación.

—¿Qué tipo de hambre? —le pregunto.

Me dice que era casi imposible conseguir un simple plato de arroz y que ni siquiera la soledad se compara a un estómago vacío.

Quiero seguir averiguando sobre su vida, aunque él también se interesa en saber quién soy yo y arranca con sus preguntas que capto a medias.

En resumidas cuentas le explico que en mi caso siempre tuve fe, pero la he venido perdiendo desde hace un tiempo sin razón alguna.

—Me gustaría ensayar con la meditación —le digo—, quisiera volver a sentirme como antes, cuando mis pensamientos no me atormentaban a la hora de dormir.

Se ríe, todo el tiempo se ríe; no a manera de burla, tan solo es su forma de ser. Me dice que ahora que lo tengo todo —un carro, una casa, un trabajo— mi hambre no es suficiente para la fe.

—¿Qué debo hacer? —le pregunto ansioso—. Estoy dispuesto todo.

Guarda silencio unos segundos y responde que tiene un secreto para contarme. Se me acerca para susurrarlo; yo solo espero que me pueda ayudar por medio de sus palabras.

Me revela que no ha dejado de fumar desde que se fue de Tailandia, lo hace como queriendo confesar un pecado que le atormenta. Los monjes lo tienen prohibido, pero hay un joven—el hijo de una de las familias que visitan el templo—que le regala un paquete cada fin de semana a cambio de dejarlo encender los suyos en la parte trasera de algún santuario.

No se me ocurre qué decir, soy mal consejero, entonces le pregunto por la Coca-Cola: —¿También la tienen prohibida?

Explica que fue un consenso al que llegaron con los demás monjes y ahora todos la beben, hace parte del mercado que compran con las donaciones de los fieles. Bebe el último sorbo y aplasta la lata en sus manos.

—Te tengo un trato —le digo, ya con más confianza—. ¿Qué tal si me enseñas sobre la meditación a cambio de un paquete de cigarrillos cada vez que nos veamos?

Me mira como tomando una decisión y me invita a caminar alrededor del jardín. Después de pensarlo bien acepta y me cita al día siguiente en la mañana. Nos despedimos y voy a hacia mi carro. El monje se queda en la banca riéndose como quizás siempre lo hace.


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Al otro día llego temprano al templo, bien alimentado y con ropa deportiva. El monje me está esperando en la misma banca de la última vez. No me saluda, tan solo me invita a seguirlo hasta un santuario donde hay un enorme buda de bronce acostado y cubierto por una manta blanca; A pesar del rostro sereno se me ocurre que es una imagen de la muerte después de la enfermedad.

El joven monje pide que me siente y me cruce de piernas sobre un tapete de color rojizo. Empieza con una charla sobre la aceptación:

—Aceptarse no significa sentir lastima por sí mismo o ningún otro ser —me dice con pausas, tratando de hacerse entender con su limitado inglés—. La lástima la debemos dejar ir, al igual que todo lo que nos trae apegos.

Presto atención, trato de entender el significado de sus palabras, pero me distraigo al pensar que me costará trabajo recobrar mi fe.

Luego explica que haremos una serie de ejercicios de respiración para dejarlo todo a un lado.

Él Inhala hasta su vientre, lo hace con facilidad, no parece un fumador.

Me pide que sigua sus movimientos.

De ese modo pasa una hora, inhalando y exhalando. Nuestra respiración incorporada, el Buda acostado, y el olor a incienso me permiten olvidar. La paz me rodea.

Al final mi amigo rompe el silencio, dice que ya terminamos. Por mi parte siento haber despertado de un profundo sueño. Juntos nos ponemos de pie, pero él se queda mirándome. Estoy a punto de irme cuando recuerdo el paquete de Marlboro que le traje. Lo saco de mi bolsillo y se lo entrego en sus manos. Su sonrisa se agranda y me cita para el día siguiente a la misma hora. Le doy las gracias y voy satisfecho de regreso a casa.


Esa noche, antes de irme a dormir, hago una corta sesión de meditación. De nuevo me cuesta orar, sentir esa voz interior de la que me hablaba mi madre cuando niño a la hora de rezar el padre nuestro, pero al menos mi sueño es profundo.


En la siguiente sesión, el monje me enseña el dragón en su brazo y me habla sobre el fuego que brota de su boca; dice que es el fuego de todos aquellos que aprenden a estar solos y encienden su propia llama. Empiezo a creer que se está burlando de mí y que de seguro el tatuaje se lo hizo en plena adolescencia, cuando apenas era un simple aprendiz. No le presto atención al asunto y vamos directo a nuestros ejercicios de respiración. Al terminar ya tengo listo el paquete de cigarrillos en la mano, además de un encendedor que me había pedido durante la última visita. Se despide con su sonrisa burlona de siempre y nos citamos para la próxima semana. Al salir me siento convencido de que en cuestión de días recobraré mi fe.

Hoy amanecí sin aire acondicionado, ya me es imposible asistir al encuentro. Hace mucho calor y la unidad está goteando. No soporto mi ropa. Empiezo a andar por toda la casa sin camisa y respiro con dificultad. Creo que todo mi progreso con el monje se ha ido a la mierda. Ahora siento que el universo está en mi contra, y que jamás volveré a sentirme en paz. Quizá no podré recobrar mi antiguo ser.

El técnico llega al medio día, luego de esperarlo por varias horas en el calor intenso. Arregla el aparato en cuestión de minutos y me entrega una factura de casi 600 dólares, lo cual me deja aún más irritado. Esa noche ni siquiera intento rezar, mucho menos logro dormir.


Otra vez llego con ropa ligera al templo, trato de no pensar en lo sucedido en mi último intento de asistir, pues hoy estoy dispuesto avanzar en la meditación. Aunque no teníamos cita, voy a la banca de siempre, espero un largo rato, y el hombre nunca aparece. Me paseo por todo el lugar, por cada santuario, el estacionamiento, un pantano lleno de musgo, pero no lo encuentro. Tal vez esté ocupado haciendo alguna labor para sus superiores, así que me acerco al jardín a indagar. Hay varios monjes trabajando en él; ninguno es el fumador.

Finalmente, de los dormitorios, sale uno de los más viejos. Me acerco a él y me dirijo a preguntarle por mi amigo. Me doy cuenta de que no sé su nombre, así que debo referirme a él como el monje del tatuaje.

El viejo se detiene, me mira y dice: —A veces los dragones que botan fuego, deben dejar descansar sus pulmones —y se marcha riéndose de la misma manera que lo hacía mi amigo.

Más tarde pregunto de nuevo por él a otros monjes; nadie da razón. Empiezo a entender que no lo volveré a ver, que tal vez estará de vuelta en Tailandia, fumando cigarrillos sobre campos verdes. Es extraño, pues a pesar de la noticia no me indispongo, así que me dirijo a mi apartamento resignado, pero en calma. Al llegar, entro a mi habitación, tomo un tapete viejo y de color rojo, lo ubico en una esquina y repito los ejercicios que el monje me había enseñado. Después de unos minutos logro sentirme en paz conmigo mismo. Al ponerme de pie veo la cajetilla de cigarrillos que tenía lista para entregarle el día de hoy. La destapo sin ninguna prisa, saco un cigarrillo, voy a la cocina, lo enciendo en la estufa y me ubico en el balcón de mi casa para fumarlo mientras pienso en los dragones, en el origen de ese mito tan arraigado en nuestro inconsciente colectivo. Cuando termino de fumar ya ni me acuerdo del monje, mucho menos de los dragones. Es como si nada me hiciera falta, ni siquiera la fe.


Han pasado varios días desde la visita al templo. Desistí en la idea de volver a rezar, tan solo espero que no me haga falta alguna fuerza divina para seguir adelante, pues al menos medito por media hora antes de dormir. Además, empecé una dieta. Y, a pesar del hambre que siento todo el día, resisto mis ansias de comer. Eso sí, casi a diario me fumo un cigarrillo con una lata de Coca-Cola que de vez en cuando acompaño con una chocolatina de esas que venden junto a las cajas registradoras de los supermercados.

Una de mis primeras visitas al Templo Wat Florida Dhammaram en Kissimmee, Florida, que inspiró este relato de ficción

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