Una donut y dos tazas de café bien oscuro con Lynch
En preparación para nuestro nuevo mini-episodio de El Matiz sobre Twin Peaks de David Lynch
Entre todo lo que se puede decir sobre Twin Peaks—aquella majestuosa serie noventera estadounidense que tiene lugar en un pueblo remoto de la frontera Noroeste con Canadá—hablaré de las donuts. Este delicioso y sencillo pasabocas tan recurrente en la obra es una ofrenda para el televidente. Lynch, como creador, se encarga de premiar a su audiencia por atreverse a dejarse llevar hacia lo más oscuro, siniestro y delirante del ser humano. Estos instantes de relajación o comic relief, nos recuerdan el secreto que el Agente Cooper le brinda al Sheriff Truman; el cual, a mi parecer, es la esencia de esta obra lynchiana:
“Every day, once a day, give yourself a present. Don't plan it. Don't wait for it. Just let it happen. It could be a new shirt at the men's store, a catnap in your office chair, or two cups of good, hot black coffee.”
Todos los días, una vez al día, dese a sí mismo un regalo. No lo planee. No lo espere. Simplemente deje que pase. Puede ser una camisa nueva en la tienda para hombres, una siestecita en la silla de su oficina, o dos tazas de un buen café oscuro y caliente.
Esto me lleva al café. No es un misterio que ver esta serie nos incita no solo a comer donuts, sino a tomar café—ya sea acompañado o por sí solo. El café—así como las donuts—es una ofrenda para la audiencia, esencialmente una señal para estar alerta, una súplica por atención a la imagen. Hay que estar con todos los sentidos puestos en la pantalla para asimilar aquel momento al final de la primera temporada en el que el padre de Laura Palmer, Leland, se transforma en BOB (aquel hombre de pelo largo y canoso con un rostro entre rufián y troglodita) y repite su más siniestro acto de violación y ejecución de su hija encarnada en la imagen de su prima Maddy Ferguson. Maddy funge cual doppelgänger de la propia Laura, concepto recurrente en la obra de Lynch—ambas interpretadas por la actriz Sheryl Lee.
Con esto mi siguiente punto, las mujeres de esta serie; todas parecen estar allí para hechizar a la audiencia—una ofrenda y una trampa siniestra a la vez. La única que parece percatarse de aquel papel ctónico de la mujer, es Laura Palmer, quien encuentra en el sacrificio de su propia vida un escape de su naturaleza. Laura, como las demás mujeres de la serie, juega el papel de Femme Fatale, pues, en palabras de Camille Paglia en su Sexual Personae, “El hombre, de manera justificada, teme ser devorado por la mujer, la apoderada de la naturaleza”. Es por esto que según Paglia, “En cuanto más se pretenda malear a la naturaleza, mayor la aparición de la femme fatale, cual regreso de lo reprimido”. Así, la aparición de estas mujeres—los tonos de piel, los ojos, su pelo—es una señal de quién lleva las riendas de Twin Peaks y del telespectador: la mujer, la femme fatale. La misma que lleva al alcalde de Twin Peaks y a su hermano a perder la compostura, a la muerte conducida por la naturaleza de una mujer. Pues como concluye Paglia, la mujer “es la ambigüedad moral de la naturaleza, la luna malévola que sigue haciéndose su camino a través de la bruma de nuestro sentimentalismo esperanzador”.
La mujer, o las mujeres, son las mismas que llevan a estos hombres de ley—policías y agentes del FBI, junto con varios de los otros hombres de la serie—a crear un resguardo de esencia homoerótica en la logia secreta de The Bookhouse Boys, más allá de la orientación de cada uno, para combatir la oscuridad que se cierne sobre el pueblo. En este sentido, como explica Paglia, “Los hombres homosexuales de cada clase social han preservado el culto a lo masculino, el cual, por ende, nunca perderá su legitimidad estética”. Así terminamos entonces, observando la capacidad de los hombres de esta serie de darle sentido a la oscuridad que se cierne sobre el pueblo y de hacerlo con tal grado de humor y simpatía como la que genera el agente Dale Cooper, con quien empiezo a pensar en un café—“A damn fine cup of coffee”, con el que me despido.